jueves

Carta de Osvaldo Soriano a Eduardo Galeano

Querido Eduardo:

Te cuento que el otro día estuve en el supermercado “Carrefour”, donde antes estaba la cancha de San Lorenzo. Fui con José Sanfilippo, el héroe de mi infancia, que fue goleador de San Lorenzo cuatro temporadas seguidas. Caminamos entre las góndolas, rodeados de cacerolas, quesos y ristras de chorizos. De pronto, mientras nos acercamos a las cajas, Sanfilippo abre los brazos y me dice: “Pensar que acá se la clavé de sobrepique a Roma, en aquel partido contra Boca”. Se cruza delante de una gorda que arrastra un carrito lleno de latas, bifes y verduras y dice: “Fue el gol más rápido de la historia”.

Concentrado, como esperando un córner, me cuenta: “Le dije al cinco, que debutaba; no bien empiece el partido, me mandás un pelotazo al área. No te calentés que no te voy a hacer quedar mal. Yo era mayor y el chico, Capdevilla se llamaba, se asustó, pensó; a ver si no cumplo”. Y ahí nomás Sanfilippo me señala la pila de frascos de mayonesa y grita: “¡Acá la puso!”. La gente nos mira, azorada. “La pelota me cayó atrás de los centrales, atropellé pero se me fue un poco hasta ahí, donde está el arroz, ¿ve?! –me señala el estante de abajo, y de golpe corre como un conejo a pesar del traje azul y los zapatos lustrados -: “La dejé picar y ¡Plum!”. Tira un zurdazo. Todos nos damos vuelta para mirar hacia la caja, donde estaba el arco hace treinta y tantos años, y a todos nos parece que la pelota se mete arriba, justo donde están las pilas para radio y las hojitas de afeitar. Sanfilippo levanta los brazos para festejar. Los clientes y las cajeras se rompen las manos de tanto aplaudir. Casi me pongo a llorar. El Nene Sanfilippo había hecho de nuevo aquel gol de 1962, nada más que para que yo pudiera verlo.

Osvaldo Soriano



(Texto incluido en la obra "El Fútbol a sol y sombra" de Eduardo Galeano. Editorial Catálogos, Nueva edición ampliada 2007. Página 129)


martes

Diciembre

Me siento apesadumbrado. Los eventos que se sucedieron desde que el año comenzó su recta final me dejaron algo exhausto. Es increible lo que le pasa al cuerpo cuando las cosas se empeñan en no salir bien, desde lo mas trivial hasta lo profundo... Solo los lazos humanos me mantienen en tierra.

Camino a la estación a tomar el tren. Se que es una buena oportunidad de sacarme esta pesadez del alma, sonrío como tonto mientras apuro el paso.

Momento del boleto, - a Avellaneda señorita. - No, solo ida.

Escalones, cuatro escalones y mi sonrisa amurada en mi boca.

¿Que es eso? Ah, si, mi corazón y los nervios. Que buena oportunidad esta.

Mis bolsillos. ¿Tengo todo? al menos todo lo que hoy necesito, ¿para que más?

Viene el tren. Al fin, pensé que nunca vendría. Que buena chance de sacudirse el polvo de las ropas y escupirle a la mala suerte en su propia cara.

Veo venir el tren, y esa misma mala suerte, tal vez ofendida por mi insulto, acaba de plantarme la peor de las dudas.

Ese tren es una buena oportunidad de que todo mejore, de sentirme mejor. Pero...

Si esta noche sale mal me sentiré peor aún...

Nada hay peor que una gran oportunidad.

jueves

2009/01

"Bajó la vista y encendió el cigarrillo, sentía como la vida se le escurría de las manos. Hubiera querido dejar el vicio a tiempo. Pero ahora ya era demasiado tarde, sus placeres cotidianos le extinguían la vida. En su Estado aún estaba vigente la pena de muerte"

martes

Acompañante


Caminé como de costumbre los 400 metros que separaban la capilla del campo santo en otro de mis habituales acompañamientos fúnebres. No era una tarea para nada desagradable. Aunque tal vez, ante las miradas prejuiciosas que te convierten en un indeseable en un abrir y cerrar de ojos, sí lo fuese.


Me convertí en funerario de casualidad; diría que por la escasez de oportunidades laborales y mi empeño en poner toda mi energía en escribir. No obstante me gustaba, era un trabajo tranquilo. Asimismo, tampoco era tan grave preparar cadáveres o acomodar ataúdes. Mucho menos hacer los largos viajes a La Plata a buscar los cuerpos de las morgues. El imaginario popular suele encasillar tales tareas como morbosas, nada más lejos de la realidad. Es justamente la vida lo que te motiva, es por los familiares que uno trabaja con esmero, para que su despedida sea lo menos traumática posible.


En las reuniones sociales uno trata de hablar poco cuando tiene un empleo de estas características, para resguardar a los impresionables y resguardarse de aquellas miradas cínicas. Pero si preguntan, es agradable ofrecer la oportunidad de compartir cómo puede amarse una labor tal.


Aquella mañana de Mayo era como cualquier otra, pero más soleada. Había poca gente en ese servicio, apenas había reparado en los rostros de los dolientes; tal vez porque cuando la gente era poca, quedaba tiempo para compartir un mate amargo con los buenos muchachos del cementerio. Recuerdo que esa mañana vi a Leo pasar del campo santo al edificio de administración, quería consultarle sobre un mecánico de confianza. Mi auto estaba andando mal hacía días y recordaba que, alguna vez, él había mencionado que su hermano, el panadero, también era técnico mecánico.


Aún recuerdo la primera persona que tuve que preparar para su despedida... fue al viejo Enrique. Un robusto señor mayor que jamás vi en vida pero que quedará en mi memoria por siempre. Fue un momento difícil, al menos los primeros instantes. Hasta ése momento mi relación con la muerte había sido harto distante, pero aquella noche, en el sombrío garaje donde se preparaban los ataúdes, tuve que enfrentarla desde lo laboral… Fue muy diferente a cómo lo imaginaba. El momento fue tan natural que no temo contarlo como cualquier otra experiencia vivida. El camillero que trabajaba conmigo esa noche intentó afeitarlo. Digo ‘intentó’ porque frente al resultado sólo pude tomar la brocha, la afeitadora y hacer mi mejor esfuerzo. Espero Don Enrique, no se me queje… -Sellar las vías aéreas fue lo que más impresión me produjo, dado que el algodón debía llegar hasta la tráquea debiendo pegar los labios desde su lado interno. Para que el algodón de la nariz no fuera visible, había que empujarlo con algún objeto punzante, pero sin herir el cuerpo- Imagino que cada casa funeraria tiene sus métodos, estos eran lo que a mí me habían enseñado. No obstante, deseaba aprender, así era que ya me había apuntado al curso de tanatopraxia que se dictaba en la Facultad de medicina de la Universidad de Buenos Aires.

Aquella mañana era demasiado soleada, deseaba haber renovado los lentes de contacto de modo de poder utilizar anteojos de sol. La cureña se desplazaba más parsimoniosa que nunca en manos de Arce. Mi mente me trasladó a Samsa, mi hermosa compañera. Cuánto deseaba verla. El día anterior nos habíamos despedido besándonos y prometiéndonos acomodar nuestros horarios para poder compartir más tiempo juntos, no obstante la sentía más cerca que nunca. Hubiera creído que caminaba a mi lado, la sentía vibrar, la estaba amando. Si hasta dudé ser merecedor de tan noble sentimiento.


Una suave mano tomó la mía. Extrañado y volviendo de mis pensamientos, miré velozmente a mi lado. Una hermosa niña la sujetaba con dulzura y me miraba con sus enormes ojos negros. De pronto lo comprendí, ese sería mi último servicio. La voz de la niña me susurró con amor:


-No temas, yo te acompaño. Enrique desea saludarte, siempre habla de vos.


Podría haberme inundado la angustia, al menos así tal vez lo imaginaba. Pero la suave mano espantó de mi todo temor. ¿Entonces así se siente…?


-Niña, sólo deseo una cosa. Dejame dictarle un último cuento a alguien…





Cuento incluido en la publicación "Cantares de la incordura" de la Ed. Dunken. Selección de Adriana Guerrero Medina.

Cantares de la incordura

viernes

Carta

Siempre viajo en el último vagón, sabes que lo hago porque estuviste ahí mucho tiempo, observándome. Mucho antes de que yo piense en vos. Caminar la casi interminable estación Terminal me da tiempo, un tiempo que no necesité nunca, hasta el día en que comencé a creer que existías. Esas columnas de hierro forjadas en tierras lejanas. Las mismas que clavaron por primera vez mi pensamiento en tu figura. Esos charcos de agua que se formaban en días de lluvia debido al herido cielorraso que intenta cubrir la estación. Nunca fueron imágenes tristes para mi, ahí existías, porque ahí te imaginé por primera vez.

Sabés que lo nuestro es secreto. Si, aún después de tantos años no se lo he dicho a nadie. Silenciosa examinadora de mi alma, nunca te importaron las marcas en mis muñecas, aunque las notaste. Coqueteamos una mañana ¿la recordás? Esa mañana en que te tuve cerca, tan cerca que de tan solo estirar un brazo hubiera rozado tu piel.

Todavía conservo una duda, si siempre tomabas el mismo tren que yo, ese que llegaba siempre tarde a su destino ¿por qué dejaste de hacerlo repentinamente?

Hasta el día en que te busqué por primera vez nada me hacía feliz, ese día la sola posibilidad de encontrarte expandió mi pecho como si un viento feroz hubiera soplado por mi boca y reanimado mi corazón. Encontrarte era el sentido. Cuando estas palabras, al leerlas, sean susurradas por tu boca, y tus manos sostengan mi humilde papel, sabé que nunca fui tan feliz como ese día en que casi me entrego a tus manos. Te veías tan pura, tan blanca. Hubieras hecho llorar a un ángel de haberte visto.

¿Recordás esa mañana de Marzo en que nos cruzamos? Fue justo en el andén, silencioso testigo, de nuestra estación. La última del recorrido del tren que nos unió.

Había llovido todo el día anterior, aún caían las últimas gotas esa mañana. Hacía frío, mucho más de lo habitual para esa época del año. Tiritaba tan solo de saber posible el encontrarte. Nunca antes te dije que ese día, durante el recorrido, no pensaba en vos. Pero ahí estabas, tan hermosa que si intentara describir como te veías cometería un pecado. Hermosa criatura obra de la diestra del Dios vivo.

¿Fue que tan solo reapareciste para que no te olvidara? Nada hace mas soportable la existencia que el significado, el propósito. Nunca te pregunté el tuyo, y tampoco lo mencionaste. Creo que no lo habría entendido, hoy lo sé.

¿Dónde estás? ¿Aún pensás en mi? A medida que el tren se acerca y aleja de las estaciones, sucesivamente, me lo pregunto, una y otra vez. Tal vez no desee, realmente, las respuestas. Tal vez vos no eras mi propósito, sino tan solo pensar en vos lo era. Saber que estás ahí.

¿Qué si te extraño? La vida es una tortura para mí, porque pienso en vos, porque te espero. Pero puede que sea esa tortura el sentido, puede que sea esa tortura lo que sostenga mi alma. La vida, en una u otra medida, es una tortura para todos los que tienen un propósito, eso lo sabés porque me lo enseñaste. Solo está absuelto de ello quien no alberga sentimiento, quien no persigue un significado. Sufro en paz cada día. Cuanto te debo a vos…
¿Qué si te extraño? No, ya no. Ya no intento buscarte, porque te sé parte de la vida, tal como sé que vendrás por mi cuando sea mi hora, como has de venir por todos los que aún viven, cuando sea su hora.

Nunca dijiste tu nombre.

Te amo, como se ama la última página de un libro que nos ha devuelto la vida.


Carta

domingo

Asfalto



No había sido buena idea salir en la motocicleta esa noche. La tarde anterior había llovido, el asfalto cual espejo reflejaba el lado siniestro de la ciudad, las ruedas de la moto parecían pedirle permiso al suelo para permanecer adheridas.
Tanto alcohol en su sangre hacía que aquella endemoniada melodía rebotara en su mente, una y otra vez. Lemmy cantaba en la cabeza del joven; “…Smiling like a killer…” pero él continuaba exigiendo velocidad a su yegua de acero.
Tampoco era habitual que la ciudad estuviera tan vacía, tan silenciosa, tan expectante. Solo rompía el silencio el poderoso caño de escape de su Norton 500cc. El sabía que con esto estaba provocando a la ciudad. Ella siempre maneja nuestros tiempos. Cuando deseamos calma irrumpe con herejes sonidos y solo podemos alejarnos cuando nos lo permite. Esto también lo sabía, pero de cuando en cuando un espíritu rebelde nos posee y cometemos el error de desafiarla.
La Norton rebosaba de poder y potencia sobre la calle Venezuela. A casi 90 km/h intentó doblar por la avenida 9 de Julio. Solo se escuchó el sonido de las ruedas deslizarse de costado sobre el mojado asfalto, el escape denunciando una brusca desaceleración y luego por fin el pesado casco de la motocicleta golpeando duramente el asfalto.
Su cuerpo resbaló hasta la vereda de lo que otrora fuera el edificio del Ministerio de Salud y acción social, único edificio que sobrevivió al ensanchamiento de la avenida, quedando casi en medio de esta.
Se quitó el casco con desesperación, no le costó mucho dado que éste se había partido a la altura del mentón. Desesperado constató que no había salido herido, tanto era su estupor que no notó dos detalles: había perdido de vista su motocicleta, y lo más aterrorizante, un hombre lo miraba parado frente a él. El gesto de su rostro era sereno, no parecía el rostro de alguien que ha visto semejante accidente. Sus ropas, si bien oscuras, eran elegantes y de buen gusto. Sus ojos parecían tener el brillo que las aguas del río tienen en una serena noche en Puerto Madero.
El robusto hombre lo miró parado a su lado, casi encima de él. Con voz firme dijo –No es casual- Ricardo aún no salía de la conmoción.
Como si la primer expresión hubiera sido natural el sobrio sujeto continuó –vos me llamaste, pues acá estoy.
-¿Qué? (…) llamá a una ambulancia- alcanzó a decir, casi suplicando el joven.
–No la necesitás- el sereno hombre comenzaba a asustar al motociclista.
–Acabo de caer de la moto, ¿no viste el accidente?- con voz cada vez más calma escuchó decir al extraño: si, lo he visto, pero no necesitás una ambulancia, confía en mí-
La situación ya lo había superado por completo, el alcohol, la caída de la moto y ahora este extraño que lo amenazaba con su calma.
-¿Quién carajo sos? Se escuchó a si mismo decir con una furia contenida y una abrupta exaltación de un valor que bien podría haber sido falso.
-Tengo muchos nombres- dijo el hombre.
El fugaz y abrupto valor desapareció por completo de la voz del joven, que alcanzó a decir con un hilo de voz -¿el Diablo?, el hombre rió, la risa rompió la calma de la noche, su sereno rostro se llenó de la simpatía que genera escuchar las ocurrencias más inocentes e infantiles.
Aún con la sonrisa en su boca –No, no soy el Diablo, no obstante si me hice presente es porque me llamaste, necesitás algunas respuestas-
El joven se recuperó del espanto de su infantil suposición –está bien, pero no necesito respuestas, necesito una ambulancia-
-Solo los necios e ignorantes viven de las pequeñas certezas, sé que vos no lo sos. Y no necesitás un médico.
Luego de esto el silencio era terrible, el hombre lo miraba expectante, sereno, paciente.
-Bien, dijo el joven, veo que no vas a decirme quien sos. ¿No venías a darme respuestas?
-En realidad vengo a mostrarte el camino a esas respuestas, continuó el oscuro hombre, no puedo decirte que hacer, tal vez si ayudarte a que veas que es lo que no debes hacer. Derrotarme no es una opción. Si vengo esta noche es porque te respeto, tu espíritu rebelde me resulta simpático, y hasta por momentos admirable- sonaba fraternal, el joven escuchaba estas palabras como un niño escucha a un padre severo reprocharle que debe estudiar más, aún cuando le reconoce ser buen alumno.
En otro atisbo de coraje dijo el joven –no te entiendo-
El hombre reprochó –Oh, sí que me entendés, hace un tiempo ya que descubriste parte de mi esencia. Sabés quien soy y como soy. Cuando se cante nuestra historia juntos los habrá justos e injustos, pocos de los muchos comprenderán. Y otros bravos como vos sabrán enfrentarme con tanto respeto, inteligencia y valentía como les muestres esta noche.
El hombre se alejó caminando despacio, perdiéndose en la neblina de la avenida. A unos metros de distancia se inclinó para levantar un bulto oscuro, era la motocicleta. La apoyó sobre el caballete, giró la cabeza hacia Ricardo y esbozó una sonrisa, o eso creyó ver él.
Ricardo despertó en su cama, rodeado de botellas, en el único ambiente de su humilde departamento de planta baja estaba su Norton, intacta.
Tirada en el suelo la caja del disco “Inferno” de Mötorhead.

¿Había aquello sido un sueño de borrachera?

En ese mismo instante puso en marcha la motocicleta, y sin tomar más que su guitarra y un cuaderno salió al camino.
La ruta 76 lo esperaba.
Él había vencido.

Y nosotros aprendido ¿…?. ¿Seremos tan valientes?


Rubén Greco Rótolo





Copy right 2008
Rubén "El Greco" Rótolo
® Asfalto
Mateando con el Vikingo


Smiling like a killer (Mötorhead)
-el tema que sonaba en la cabeza de Ricardo, del disco Inferno-



Imagenes de la película "Batman" todos los derechos reservados por Warner Bros. Video del usuario "silverlightsaber" (Yotube)

viernes

Entrenamiento (mi primer cuento)

Entrenamiento

Era mi decisión, o así lo había creído. Temprano nos despertó el instructor, muy temprano. Ese día era el primero que amanecíamos en el campo de entrenamiento, aún no nos habíamos acostumbrado a la tosca decoración, los muros pintados de un blanco soberbio, las torres de vigilancia se imponían como los gigantes de Cervantes. El campo era inmenso, es cierto, pero a diferencia de lo que deben estar imaginando esa imagen no inspiraba paz, sino todo lo contrario.
Antes de ingresar al entrenamiento muchas veces había yo escapado al campo, a San Vicente, allí hallaba paz. Me retiraba solo, mi compañero infaltable; el mate, nunca se ausentaba. El hombre de campo tiene tiempo para pensar, reflexionar, en cambio, el hombre de la ciudad está siempre atareado, sale de una labor y va a otra, no tiene tiempo para pensar, por tanto, los valores culturales del hombre de campo son mas fuertes. No es que sea yo hombre de campo, solo que me asusta pensar que soy uno mas en la gran ciudad, siempre temí perder mi identidad, mi nombre. Hoy ya no los recuerdo.
Siempre viví en un pueblo, o pequeña ciudad, cerca del núcleo del país, solo hacía falta tomar 45 minutos el tren para sumergirse en la locura infernal donde viven los seres que se caracterizan por la falta de tiempo, desconociendo por completo la relatividad inherente a la existencia de este. Es por esto que desarrollé esa dualidad en mi personalidad, podía tanto ser un hombre reflexivo como un ser eternamente apurado con muy poco esfuerzo. Por eso creo que fue mi decisión, pensé que el entrenamiento me ayudaría, pero me equivoqué.
La ropa no nos distinguía en lo mas mínimo, parecíamos todos iguales, en realidad lo éramos, solo el instructor se diferenciaba, su remera era blanca, a diferencia de la nuestra; verde opaco. No acababa aún de salir el sol cuando nos encontramos parados todos en el playón principal del campo. El instructor, de imagen ruda, se dirigió a nosotros con un tono bastante paternal, no esperábamos que nos hablase así. Creo que el pesimismo era el sentimiento común en el grupo. El entrenamiento que recibiríamos iba a ser duro, contó que el riguroso estudio de las técnicas era sumamente importante, pero que encontraríamos un gran inconveniente en la ejecución de dichas técnicas; el rostro. No comprendimos en ese momento lo que quiso decirnos, tampoco su intención fue que así fuera..
Nunca me gustó matemática, comprendía que debía hacer un esfuerzo mayor a muchos de mis compañeros para alcanzar el nivel requerido. Físicamente estaba en un nivel medio, no me costó mucho soportar esa parte del entrenamiento, pensaba yo que el resto solo sería estudiar duro, obviamente olvidaba lo que dijo el instructor el primer día, no importaba cuanto estudiase, el inconveniente principal sería, siempre, el rostro, la mirada, su expresión, mi ojo reflejado, mi trabajo. No estaba muy seguro, hasta ese momento, de la necesidad de ese tipo de trabajo. La situación era compleja, había muchas bajas en nuestras líneas, y se creía que el conflicto duraría muchos años mas. Después de todo éramos hermanos, nuestras historias estaban ligadas, habíamos sufrido juntos. Pero ya no, ahora uno sufría a causa del otro.
Ya nadie recordaba el motivo de ese enfrentamiento, tampoco nadie quería hacerlo. La guerra, ese temible gigante, llega a dominar nuestros sentimientos y a hacernos creer que lo único que puede dar fin a nuestros sufrimientos es ganar o perder, nada mas. Hoy se que no es así. Debo confesarles que no estoy muy seguro de si en ese momento así lo creía, después de todo no era yo mas que un eslabón de la gran máquina de odio con la que se vale el mismo diablo para alejarnos de la simpleza del amor, el amor de Dios.
Una tarde libre de entrenamiento, tal vez una de las pocas que recuerdo nos daban, escuché a un compañero decir que la guerra era el motor de la historia del hombre. Tal vez lo creí, lo cierto es que la guerra es generada por odio, egoísmo, rencor y otros sentimientos que nos encogen el corazón, cierto es que provoca evolución, la pregunta es ¿puede ser buena esa evolución? esa pregunta me la hago desde aquel día, pero el error esta en la misma construcción de la pregunta. Nunca pude saber ¿qué es lo bueno? y ¿para quién es bueno?. El determinismo que impulsaba la afirmación de ese compañero era, realmente, asombroso. Nunca pude olvidar la expresión en su cara al hablar, parecía convencido, seguro, firme. Los ojos pequeños, el semblante plácido, y sus dientes apretando sus labios en señal de seguridad.
La tarde se presentaba apacible, una leve brisa corría por las llanuras de La Pampa, donde se encontraba el campo. Esa tarde sabríamos de las últimas novedades del frente. La guerra no acabaría pronto, así lo afirmaban nuestros superiores, nuestro entrenamiento recrudecería a fin de que estuviéramos listos cuanto antes. Los de nuestra clase escaseaban en dicho frente y nuestra posición era vital para el avance de la tropa, como también para el asesinato selectivo, si, eso éramos; asesinos.
El curso de francotirador era el mas complicado, el mas duro, y el mas deseado por los aspirantes a ingresar al Ejército Argentino.
La táctica ejercida por nuestro Ejército nos ponía en una posición fundamental, las bajas de los comandantes era un elemento que generaba fallas en la conducción de los que me inculcaron llamar “enemigos”.
Durante las semanas que siguieron a esa tarde nos encontraron realizando el entrenamiento de campo, este no era mas que disparar y disparar contra blancos móviles, blancos distantes, objetivos elevados, objetivos estáticos. Uno de esos días descubrí que mis cualidades de tirador eran, realmente, formidables. Hasta llegué a olvidarme lo que el primer día se me había advertido; el rostro. Utilizábamos un fusil de asalto liviano, cuyo alcance certero era de mil metros, no obstante estábamos autorizados a realizar disparos a objetivos aún mas distantes. El problema se encontraba justamente ahí, siempre los llamábamos objetivos, no eran personas, simplemente eran blancos, órdenes, instrucciones, trabajos. Confieso que el entrenamiento se me había hecho carne, era un soldado ejemplar, también para mi eran objetivos, ya no eran personas.
Una vez cumplimentado el entrenamiento éramos investidos con el título de T alfa, nunca nos explicaron el significado de ese título, solo conocíamos nuestra función, un T alfa logra liberar el frente de soldados de comunicación, reparadores de líneas de abastecimiento, T alfas enemigos. Cualquier enemigo con una estrella en su uniforme era blanco, objetivo o como quiera llamarlo, simplemente debíamos hacer nuestro trabajo, es decir, anularlo. Por lo general la forma mas efectiva de anular un elemento era la muerte de este, el único modo que nos habían enseñado, para eso estábamos entrenados. Una munición, un muerto.
- Comunicado de la comandancia a cargo de la Provincia de La Pampa: se requiere de los primeros diez promedios del curso de T alfa del 4° Regimiento de Santa Rosa. Los mismos deben ser enviados al 5° Cuerpo de Avanzada de la Provincia de Mendoza el día 15 de Octubre-

El día llegó.

Mi promedio durante el curso era el 6°, debía concurrir al frente. Junto a nueve compañeros partimos junto a la Compañía 1° de Infantería de La Pampa, destino; Mendoza, el frente, la muerte. La que sufrirían muchos de nuestros soldados y la que provocaríamos nosotros, incluso la nuestra. El que aprende a matar aprende a morir de a poco.
San Martín de Los Andes era un lugar que ansiaba conocer desde hacía tiempo, pero no de ese modo, el frente se había trasladado hacia esa zona. Era terrible ver la devastación que el odio del hombre había hecho a nuestro pueblo, la zona estaba destruida, ellos mataban nuestra gente, nosotros bombardeábamos a sus poblados, y la solución al conflicto parecía ya un anhelo casi poético, una utopía infantil.
Fue cuando la tristeza comenzó a ganarme el corazón, ya no eran solo informes ahora lo veía. Me enfrentaba a la muerte cara a cara. Lo único que me alejaría de ella era provocar mas muerte, matar, e ir muriendo de a poco.
Al segundo día de llegar se encomendó a la Compañía 1° de Infantería el avance hacia la zona 9°, el combate allí había recrudecido y la posición enemiga se afirmaba causando terribles bajas a nuestras líneas, casi diezmadas.
Nuestra misión era de rescate, debíamos liberar un corredor para que la Compañía 8° de Infantería de Buenos Aires pudiera replegarse hacia el Oeste, el objetivo era difícil, se dudaba de nuestro éxito. Supongo que nuestra comandancia contaba con la total aniquilación tanto de la Compañía 8° como de la nuestra, el motivo del envío de una misión de rescate casi suicida aún hoy me resulta desconocido.

“Las órdenes se cumplen, no se discuten” –seguramente alguien lo haya dicho aquel día-

Al acercarnos podíamos sentir el fragor de la batalla, las crudas detonaciones nos eran, para algunos, desconocidas hasta ese día. Distantes tan solo de unos cuántos kilómetros acampamos, al día siguiente entablaríamos combate, eso nos aterraba.
El sol comenzaba a salir cuando emprendimos la marcha, era una zona que había sido poblada, casas destruidas por doquier dominaban el paisaje. Era, justamente, la cualidad del campo de batalla que hacía fundamental mi tarea. La distancia con el enemigo era mínima; 300 metros, casi podíamos sentir su respiración. Me ubiqué según mi entrenamiento, podía ubicar el en centro de la mira a muchos soldados enemigos, ninguna estrella, ningún reparador.
El resto del día fue así, preparado, apuntando, ninguna estrella, ningún reparador. Recuerdo haberme preguntado si esos hombres que se encontraban bajo la punta terrible de mi fusil a algunos cientos de metros sabrían lo cerca que estaban de la muerte, solo hacía falta un pequeño movimiento del dedo índice de la mano de un simple hombre y su luz se apagaría para siempre.
Amaneció, creí por un momento que nunca amanecería, eran las 7 de la mañana. Mi estomago tan vacío como el corazón de los hombres que éramos parte de esa guerra.

La primer estrella

Recuerdo que apareció en la mira a las 7 y cuarto, miré el reloj que me había provisto el Ejército. Lo que me pasó fue terrible, el rostro, el rostro, el rostro,
Podía ver su cara muy clara, era un hombre alto, tenía bigote, los pómulos le sobresalían, tenía la mirada triste. Tal vez la destrucción que lo rodeaba, que el había producido, lo entristecía, la destrucción que yo había producido.
No sabía que cerca se encontraba su propia muerte, tomar su vida era mi trabajo, mi tarea, para lo que había sido entrenado. Su cara era demasiado clara, veía, sin mucho esfuerzo que esa mañana aún no se había afeitado, podía ver hasta el mas mínimo detalle en la mueca de su boca, estaba triste. Se sentó, siempre su cara, su frente, se encontraba bajo el punzón soberbio de mi rifle. Estaría pensando en sus órdenes, seguramente aniquilar a la 8° de Infantería, tal vez eso lo perturbaba, desconociendo la llegada de la 1° de La Pampa, pensaría que lo que se le había encomendado era casi como dispararle a un ciervo empantanado, tarea muy poco noble, en realidad matar es triste, aún cuando el rival resiste. Planearía el avance de su formidable Pelotón hacía la posición argentina, la masacre. ¿O pensaría lo mismo que yo?

¿Qué nos diferencia?

¿Por qué somos diferentes? me pregunté, ¿que hace a ese oficial distinto?, ¿por qué debo matarlo? triste esperé una respuesta, la cual no llegó. Seguramente tiene hijos, pensé, y los debe amar, ellos deben estar esperando que su padre regrese, pero es mi obligación que eso no ocurra, debo matarlo. Las órdenes se cumplen, no se discuten.
Pensé, en ese momento, que yo también desearía tener hijos algún día, debe ser hermoso ver crecer a un pedacito de vos, ver como poco a poco se hacen hombres o mujeres, amarlos. La amargura era el sentimiento constante durante el transcurso de la guerra, pero esa mañana fue devastadora, mi alma no estaba preparada para tanta tristeza, no podía soportarlo mas, debía hacer mi trabajo.

Las órdenes se cumplen...

El hombre se levantó, su actitud había cambiado, se encontraba decidido. Parece que durante su reflexión había encontrado el convencimiento que necesitaba, esa que trataba de encontrar yo mientras le apuntaba con mi fusil. Creí que la actitud de seguridad de mi objetivo me impulsaría a hacer mi trabajo sin remordimientos, pero me equivoqué. Simplemente era lo mas difícil que me había tocado hacer en la vida. Solo era jalar de un gatillo, pero escondía un mundo nuevo detrás de eso, la oscuridad.
De pronto la decisión, debía hacerlo. El hombre de repente comenzó a mover la cabeza como si supiera lo que ocurriría, me pareció que me miró, o eso creí.
Lo hice, disparé, le volé la cabeza. Pensé que lo había matado. En realidad lo maté, solo que mi munición fue mucho mas certera de lo que hubiera podido imaginar, no solo lo mató a el.
Juntó a el caí abatido yo, había aprendido a matar, había muerto aunque aún mi nombre no engrosaba los informes de caídos del Ejército Argentino. Mi corazón latía, pero ya sin vida. Había matado, había aprendido a hacerlo y mi tarea era seguir haciéndolo, para eso había sido entrenado.

Rubén Rótolo
Diciembre de 2003