domingo

Asfalto



No había sido buena idea salir en la motocicleta esa noche. La tarde anterior había llovido, el asfalto cual espejo reflejaba el lado siniestro de la ciudad, las ruedas de la moto parecían pedirle permiso al suelo para permanecer adheridas.
Tanto alcohol en su sangre hacía que aquella endemoniada melodía rebotara en su mente, una y otra vez. Lemmy cantaba en la cabeza del joven; “…Smiling like a killer…” pero él continuaba exigiendo velocidad a su yegua de acero.
Tampoco era habitual que la ciudad estuviera tan vacía, tan silenciosa, tan expectante. Solo rompía el silencio el poderoso caño de escape de su Norton 500cc. El sabía que con esto estaba provocando a la ciudad. Ella siempre maneja nuestros tiempos. Cuando deseamos calma irrumpe con herejes sonidos y solo podemos alejarnos cuando nos lo permite. Esto también lo sabía, pero de cuando en cuando un espíritu rebelde nos posee y cometemos el error de desafiarla.
La Norton rebosaba de poder y potencia sobre la calle Venezuela. A casi 90 km/h intentó doblar por la avenida 9 de Julio. Solo se escuchó el sonido de las ruedas deslizarse de costado sobre el mojado asfalto, el escape denunciando una brusca desaceleración y luego por fin el pesado casco de la motocicleta golpeando duramente el asfalto.
Su cuerpo resbaló hasta la vereda de lo que otrora fuera el edificio del Ministerio de Salud y acción social, único edificio que sobrevivió al ensanchamiento de la avenida, quedando casi en medio de esta.
Se quitó el casco con desesperación, no le costó mucho dado que éste se había partido a la altura del mentón. Desesperado constató que no había salido herido, tanto era su estupor que no notó dos detalles: había perdido de vista su motocicleta, y lo más aterrorizante, un hombre lo miraba parado frente a él. El gesto de su rostro era sereno, no parecía el rostro de alguien que ha visto semejante accidente. Sus ropas, si bien oscuras, eran elegantes y de buen gusto. Sus ojos parecían tener el brillo que las aguas del río tienen en una serena noche en Puerto Madero.
El robusto hombre lo miró parado a su lado, casi encima de él. Con voz firme dijo –No es casual- Ricardo aún no salía de la conmoción.
Como si la primer expresión hubiera sido natural el sobrio sujeto continuó –vos me llamaste, pues acá estoy.
-¿Qué? (…) llamá a una ambulancia- alcanzó a decir, casi suplicando el joven.
–No la necesitás- el sereno hombre comenzaba a asustar al motociclista.
–Acabo de caer de la moto, ¿no viste el accidente?- con voz cada vez más calma escuchó decir al extraño: si, lo he visto, pero no necesitás una ambulancia, confía en mí-
La situación ya lo había superado por completo, el alcohol, la caída de la moto y ahora este extraño que lo amenazaba con su calma.
-¿Quién carajo sos? Se escuchó a si mismo decir con una furia contenida y una abrupta exaltación de un valor que bien podría haber sido falso.
-Tengo muchos nombres- dijo el hombre.
El fugaz y abrupto valor desapareció por completo de la voz del joven, que alcanzó a decir con un hilo de voz -¿el Diablo?, el hombre rió, la risa rompió la calma de la noche, su sereno rostro se llenó de la simpatía que genera escuchar las ocurrencias más inocentes e infantiles.
Aún con la sonrisa en su boca –No, no soy el Diablo, no obstante si me hice presente es porque me llamaste, necesitás algunas respuestas-
El joven se recuperó del espanto de su infantil suposición –está bien, pero no necesito respuestas, necesito una ambulancia-
-Solo los necios e ignorantes viven de las pequeñas certezas, sé que vos no lo sos. Y no necesitás un médico.
Luego de esto el silencio era terrible, el hombre lo miraba expectante, sereno, paciente.
-Bien, dijo el joven, veo que no vas a decirme quien sos. ¿No venías a darme respuestas?
-En realidad vengo a mostrarte el camino a esas respuestas, continuó el oscuro hombre, no puedo decirte que hacer, tal vez si ayudarte a que veas que es lo que no debes hacer. Derrotarme no es una opción. Si vengo esta noche es porque te respeto, tu espíritu rebelde me resulta simpático, y hasta por momentos admirable- sonaba fraternal, el joven escuchaba estas palabras como un niño escucha a un padre severo reprocharle que debe estudiar más, aún cuando le reconoce ser buen alumno.
En otro atisbo de coraje dijo el joven –no te entiendo-
El hombre reprochó –Oh, sí que me entendés, hace un tiempo ya que descubriste parte de mi esencia. Sabés quien soy y como soy. Cuando se cante nuestra historia juntos los habrá justos e injustos, pocos de los muchos comprenderán. Y otros bravos como vos sabrán enfrentarme con tanto respeto, inteligencia y valentía como les muestres esta noche.
El hombre se alejó caminando despacio, perdiéndose en la neblina de la avenida. A unos metros de distancia se inclinó para levantar un bulto oscuro, era la motocicleta. La apoyó sobre el caballete, giró la cabeza hacia Ricardo y esbozó una sonrisa, o eso creyó ver él.
Ricardo despertó en su cama, rodeado de botellas, en el único ambiente de su humilde departamento de planta baja estaba su Norton, intacta.
Tirada en el suelo la caja del disco “Inferno” de Mötorhead.

¿Había aquello sido un sueño de borrachera?

En ese mismo instante puso en marcha la motocicleta, y sin tomar más que su guitarra y un cuaderno salió al camino.
La ruta 76 lo esperaba.
Él había vencido.

Y nosotros aprendido ¿…?. ¿Seremos tan valientes?


Rubén Greco Rótolo





Copy right 2008
Rubén "El Greco" Rótolo
® Asfalto
Mateando con el Vikingo


Smiling like a killer (Mötorhead)
-el tema que sonaba en la cabeza de Ricardo, del disco Inferno-



Imagenes de la película "Batman" todos los derechos reservados por Warner Bros. Video del usuario "silverlightsaber" (Yotube)

viernes

Entrenamiento (mi primer cuento)

Entrenamiento

Era mi decisión, o así lo había creído. Temprano nos despertó el instructor, muy temprano. Ese día era el primero que amanecíamos en el campo de entrenamiento, aún no nos habíamos acostumbrado a la tosca decoración, los muros pintados de un blanco soberbio, las torres de vigilancia se imponían como los gigantes de Cervantes. El campo era inmenso, es cierto, pero a diferencia de lo que deben estar imaginando esa imagen no inspiraba paz, sino todo lo contrario.
Antes de ingresar al entrenamiento muchas veces había yo escapado al campo, a San Vicente, allí hallaba paz. Me retiraba solo, mi compañero infaltable; el mate, nunca se ausentaba. El hombre de campo tiene tiempo para pensar, reflexionar, en cambio, el hombre de la ciudad está siempre atareado, sale de una labor y va a otra, no tiene tiempo para pensar, por tanto, los valores culturales del hombre de campo son mas fuertes. No es que sea yo hombre de campo, solo que me asusta pensar que soy uno mas en la gran ciudad, siempre temí perder mi identidad, mi nombre. Hoy ya no los recuerdo.
Siempre viví en un pueblo, o pequeña ciudad, cerca del núcleo del país, solo hacía falta tomar 45 minutos el tren para sumergirse en la locura infernal donde viven los seres que se caracterizan por la falta de tiempo, desconociendo por completo la relatividad inherente a la existencia de este. Es por esto que desarrollé esa dualidad en mi personalidad, podía tanto ser un hombre reflexivo como un ser eternamente apurado con muy poco esfuerzo. Por eso creo que fue mi decisión, pensé que el entrenamiento me ayudaría, pero me equivoqué.
La ropa no nos distinguía en lo mas mínimo, parecíamos todos iguales, en realidad lo éramos, solo el instructor se diferenciaba, su remera era blanca, a diferencia de la nuestra; verde opaco. No acababa aún de salir el sol cuando nos encontramos parados todos en el playón principal del campo. El instructor, de imagen ruda, se dirigió a nosotros con un tono bastante paternal, no esperábamos que nos hablase así. Creo que el pesimismo era el sentimiento común en el grupo. El entrenamiento que recibiríamos iba a ser duro, contó que el riguroso estudio de las técnicas era sumamente importante, pero que encontraríamos un gran inconveniente en la ejecución de dichas técnicas; el rostro. No comprendimos en ese momento lo que quiso decirnos, tampoco su intención fue que así fuera..
Nunca me gustó matemática, comprendía que debía hacer un esfuerzo mayor a muchos de mis compañeros para alcanzar el nivel requerido. Físicamente estaba en un nivel medio, no me costó mucho soportar esa parte del entrenamiento, pensaba yo que el resto solo sería estudiar duro, obviamente olvidaba lo que dijo el instructor el primer día, no importaba cuanto estudiase, el inconveniente principal sería, siempre, el rostro, la mirada, su expresión, mi ojo reflejado, mi trabajo. No estaba muy seguro, hasta ese momento, de la necesidad de ese tipo de trabajo. La situación era compleja, había muchas bajas en nuestras líneas, y se creía que el conflicto duraría muchos años mas. Después de todo éramos hermanos, nuestras historias estaban ligadas, habíamos sufrido juntos. Pero ya no, ahora uno sufría a causa del otro.
Ya nadie recordaba el motivo de ese enfrentamiento, tampoco nadie quería hacerlo. La guerra, ese temible gigante, llega a dominar nuestros sentimientos y a hacernos creer que lo único que puede dar fin a nuestros sufrimientos es ganar o perder, nada mas. Hoy se que no es así. Debo confesarles que no estoy muy seguro de si en ese momento así lo creía, después de todo no era yo mas que un eslabón de la gran máquina de odio con la que se vale el mismo diablo para alejarnos de la simpleza del amor, el amor de Dios.
Una tarde libre de entrenamiento, tal vez una de las pocas que recuerdo nos daban, escuché a un compañero decir que la guerra era el motor de la historia del hombre. Tal vez lo creí, lo cierto es que la guerra es generada por odio, egoísmo, rencor y otros sentimientos que nos encogen el corazón, cierto es que provoca evolución, la pregunta es ¿puede ser buena esa evolución? esa pregunta me la hago desde aquel día, pero el error esta en la misma construcción de la pregunta. Nunca pude saber ¿qué es lo bueno? y ¿para quién es bueno?. El determinismo que impulsaba la afirmación de ese compañero era, realmente, asombroso. Nunca pude olvidar la expresión en su cara al hablar, parecía convencido, seguro, firme. Los ojos pequeños, el semblante plácido, y sus dientes apretando sus labios en señal de seguridad.
La tarde se presentaba apacible, una leve brisa corría por las llanuras de La Pampa, donde se encontraba el campo. Esa tarde sabríamos de las últimas novedades del frente. La guerra no acabaría pronto, así lo afirmaban nuestros superiores, nuestro entrenamiento recrudecería a fin de que estuviéramos listos cuanto antes. Los de nuestra clase escaseaban en dicho frente y nuestra posición era vital para el avance de la tropa, como también para el asesinato selectivo, si, eso éramos; asesinos.
El curso de francotirador era el mas complicado, el mas duro, y el mas deseado por los aspirantes a ingresar al Ejército Argentino.
La táctica ejercida por nuestro Ejército nos ponía en una posición fundamental, las bajas de los comandantes era un elemento que generaba fallas en la conducción de los que me inculcaron llamar “enemigos”.
Durante las semanas que siguieron a esa tarde nos encontraron realizando el entrenamiento de campo, este no era mas que disparar y disparar contra blancos móviles, blancos distantes, objetivos elevados, objetivos estáticos. Uno de esos días descubrí que mis cualidades de tirador eran, realmente, formidables. Hasta llegué a olvidarme lo que el primer día se me había advertido; el rostro. Utilizábamos un fusil de asalto liviano, cuyo alcance certero era de mil metros, no obstante estábamos autorizados a realizar disparos a objetivos aún mas distantes. El problema se encontraba justamente ahí, siempre los llamábamos objetivos, no eran personas, simplemente eran blancos, órdenes, instrucciones, trabajos. Confieso que el entrenamiento se me había hecho carne, era un soldado ejemplar, también para mi eran objetivos, ya no eran personas.
Una vez cumplimentado el entrenamiento éramos investidos con el título de T alfa, nunca nos explicaron el significado de ese título, solo conocíamos nuestra función, un T alfa logra liberar el frente de soldados de comunicación, reparadores de líneas de abastecimiento, T alfas enemigos. Cualquier enemigo con una estrella en su uniforme era blanco, objetivo o como quiera llamarlo, simplemente debíamos hacer nuestro trabajo, es decir, anularlo. Por lo general la forma mas efectiva de anular un elemento era la muerte de este, el único modo que nos habían enseñado, para eso estábamos entrenados. Una munición, un muerto.
- Comunicado de la comandancia a cargo de la Provincia de La Pampa: se requiere de los primeros diez promedios del curso de T alfa del 4° Regimiento de Santa Rosa. Los mismos deben ser enviados al 5° Cuerpo de Avanzada de la Provincia de Mendoza el día 15 de Octubre-

El día llegó.

Mi promedio durante el curso era el 6°, debía concurrir al frente. Junto a nueve compañeros partimos junto a la Compañía 1° de Infantería de La Pampa, destino; Mendoza, el frente, la muerte. La que sufrirían muchos de nuestros soldados y la que provocaríamos nosotros, incluso la nuestra. El que aprende a matar aprende a morir de a poco.
San Martín de Los Andes era un lugar que ansiaba conocer desde hacía tiempo, pero no de ese modo, el frente se había trasladado hacia esa zona. Era terrible ver la devastación que el odio del hombre había hecho a nuestro pueblo, la zona estaba destruida, ellos mataban nuestra gente, nosotros bombardeábamos a sus poblados, y la solución al conflicto parecía ya un anhelo casi poético, una utopía infantil.
Fue cuando la tristeza comenzó a ganarme el corazón, ya no eran solo informes ahora lo veía. Me enfrentaba a la muerte cara a cara. Lo único que me alejaría de ella era provocar mas muerte, matar, e ir muriendo de a poco.
Al segundo día de llegar se encomendó a la Compañía 1° de Infantería el avance hacia la zona 9°, el combate allí había recrudecido y la posición enemiga se afirmaba causando terribles bajas a nuestras líneas, casi diezmadas.
Nuestra misión era de rescate, debíamos liberar un corredor para que la Compañía 8° de Infantería de Buenos Aires pudiera replegarse hacia el Oeste, el objetivo era difícil, se dudaba de nuestro éxito. Supongo que nuestra comandancia contaba con la total aniquilación tanto de la Compañía 8° como de la nuestra, el motivo del envío de una misión de rescate casi suicida aún hoy me resulta desconocido.

“Las órdenes se cumplen, no se discuten” –seguramente alguien lo haya dicho aquel día-

Al acercarnos podíamos sentir el fragor de la batalla, las crudas detonaciones nos eran, para algunos, desconocidas hasta ese día. Distantes tan solo de unos cuántos kilómetros acampamos, al día siguiente entablaríamos combate, eso nos aterraba.
El sol comenzaba a salir cuando emprendimos la marcha, era una zona que había sido poblada, casas destruidas por doquier dominaban el paisaje. Era, justamente, la cualidad del campo de batalla que hacía fundamental mi tarea. La distancia con el enemigo era mínima; 300 metros, casi podíamos sentir su respiración. Me ubiqué según mi entrenamiento, podía ubicar el en centro de la mira a muchos soldados enemigos, ninguna estrella, ningún reparador.
El resto del día fue así, preparado, apuntando, ninguna estrella, ningún reparador. Recuerdo haberme preguntado si esos hombres que se encontraban bajo la punta terrible de mi fusil a algunos cientos de metros sabrían lo cerca que estaban de la muerte, solo hacía falta un pequeño movimiento del dedo índice de la mano de un simple hombre y su luz se apagaría para siempre.
Amaneció, creí por un momento que nunca amanecería, eran las 7 de la mañana. Mi estomago tan vacío como el corazón de los hombres que éramos parte de esa guerra.

La primer estrella

Recuerdo que apareció en la mira a las 7 y cuarto, miré el reloj que me había provisto el Ejército. Lo que me pasó fue terrible, el rostro, el rostro, el rostro,
Podía ver su cara muy clara, era un hombre alto, tenía bigote, los pómulos le sobresalían, tenía la mirada triste. Tal vez la destrucción que lo rodeaba, que el había producido, lo entristecía, la destrucción que yo había producido.
No sabía que cerca se encontraba su propia muerte, tomar su vida era mi trabajo, mi tarea, para lo que había sido entrenado. Su cara era demasiado clara, veía, sin mucho esfuerzo que esa mañana aún no se había afeitado, podía ver hasta el mas mínimo detalle en la mueca de su boca, estaba triste. Se sentó, siempre su cara, su frente, se encontraba bajo el punzón soberbio de mi rifle. Estaría pensando en sus órdenes, seguramente aniquilar a la 8° de Infantería, tal vez eso lo perturbaba, desconociendo la llegada de la 1° de La Pampa, pensaría que lo que se le había encomendado era casi como dispararle a un ciervo empantanado, tarea muy poco noble, en realidad matar es triste, aún cuando el rival resiste. Planearía el avance de su formidable Pelotón hacía la posición argentina, la masacre. ¿O pensaría lo mismo que yo?

¿Qué nos diferencia?

¿Por qué somos diferentes? me pregunté, ¿que hace a ese oficial distinto?, ¿por qué debo matarlo? triste esperé una respuesta, la cual no llegó. Seguramente tiene hijos, pensé, y los debe amar, ellos deben estar esperando que su padre regrese, pero es mi obligación que eso no ocurra, debo matarlo. Las órdenes se cumplen, no se discuten.
Pensé, en ese momento, que yo también desearía tener hijos algún día, debe ser hermoso ver crecer a un pedacito de vos, ver como poco a poco se hacen hombres o mujeres, amarlos. La amargura era el sentimiento constante durante el transcurso de la guerra, pero esa mañana fue devastadora, mi alma no estaba preparada para tanta tristeza, no podía soportarlo mas, debía hacer mi trabajo.

Las órdenes se cumplen...

El hombre se levantó, su actitud había cambiado, se encontraba decidido. Parece que durante su reflexión había encontrado el convencimiento que necesitaba, esa que trataba de encontrar yo mientras le apuntaba con mi fusil. Creí que la actitud de seguridad de mi objetivo me impulsaría a hacer mi trabajo sin remordimientos, pero me equivoqué. Simplemente era lo mas difícil que me había tocado hacer en la vida. Solo era jalar de un gatillo, pero escondía un mundo nuevo detrás de eso, la oscuridad.
De pronto la decisión, debía hacerlo. El hombre de repente comenzó a mover la cabeza como si supiera lo que ocurriría, me pareció que me miró, o eso creí.
Lo hice, disparé, le volé la cabeza. Pensé que lo había matado. En realidad lo maté, solo que mi munición fue mucho mas certera de lo que hubiera podido imaginar, no solo lo mató a el.
Juntó a el caí abatido yo, había aprendido a matar, había muerto aunque aún mi nombre no engrosaba los informes de caídos del Ejército Argentino. Mi corazón latía, pero ya sin vida. Había matado, había aprendido a hacerlo y mi tarea era seguir haciéndolo, para eso había sido entrenado.

Rubén Rótolo
Diciembre de 2003

miércoles

Frías noches de invierno

(Inspirado en "Cold winter's nights" de Stratovarius)

No sabía de qué huía. Creo que de la desolación. Esa imagen me destempló el alma. ¿Cómo tenerlo todo y perderlo por una mano alegremente sádica?
Ver a mi mujer y mis dos hijas muertas fue terrible, pero mucho más lo fue saber que tendría que vivir con esas ausencias para siempre.
Mi padre fue militar, viajaba al “Continente blanco” periódicamente, por largos meses, ya había aprendido a extrañar. Esto era aterradoramente diferente.
Él solía contarme como su buque siempre peligraba ante la presencia de los gigantes bloques de hielo. Por ese recuerdo es que me refugié en su cabaña del sur. Porque huía de la desolación, del abandono, de la muerte que sugieren las frías noches de invierno.
Él contaba “cuando un buque de gran porte, por alguna imprevisión o fatalidad, se encuentra en una situación de inevitable choque con un bloque de hielo no se debe intentar esquivarlo. Si hacemos eso solo lograremos darle al hielo enemigo nuestro costado, para así hacernos una herida cuyo único resultado será el de enviarnos al fondo del océano. Por el contrario lo que debemos hacer es girar para embestirlo con nuestro centro, el extremo de nuestra popa, ahí donde toda la eslora de nuestro ser se concentra; porque para un marino su buque es su ser. Solo así podremos evitar que todo lo que somos se hunda, solo así.
Es la única posibilidad de que el hielo se parta dejándonos continuar. Nuestro centro, lo mas fuerte de lo que somos, contra el punto mas débil del bloque de hielo”
Eso hice, mi terror llevado al extremo. Esa cabaña, ese bosque helado, esa soledad…
Ese era el único punto débil que le hallé al hielo de mi terror. Y estar ahí solo era enfrentarlo con el centro de mi buque. Solo aquí voy a poder borrar de mi mente tu rostro aterrado, ensangrentado, ya sin vida. Ya no puedo pensar en tu rostro feliz Emilia, esa terrible imagen suplanta tu sonrisa. Solo aquí lo podré hacer.
Recuerdo que el primer día, luego de caminar dos horas desde el último camino de asfalto, cuando llegué a la cabaña, todo estaba igual, las mismas cosas viejas que mi padre dejara, la suciedad que logran años de abandono, y el espeso hedor del encierro. Si el vidrio de la cocina no se hubiera roto, quien sabe hace cuanto, dejando entrar algo de aire fresco, imagino que el aire habría sido irrespirable. No se por qué cerré con llave la puerta, nada había afuera, ni zorros quedaban ya…
Como te extraño Emilia! Ahora, luego de algunas semanas, ahora si te recuerdo, ahora veo tu sonrisa. Nuestra historia nació de un modo simple, no como en los cuentos con pájaros y senderos azules. Ni como en las comedias románticas con mágicas casualidades y graciosas anécdotas. Porque el amor es así, nuestro amor fue así. Y nuestra familia convirtió en carne ese amor. Ahora si, ahora puedo recordar a nuestras hijas, hasta escucho sus risas, sus pasos…
¿Por qué me fue arrebatado mi sueño? Mi sueño simple, solo quise vivir el amor, el amor de Emilia y mis hijas, mi familia.
Algunas noches, solo algunas, recuerdo esa última noche que las vi a las tres, esa trágica noche. Pero el recuerdo se nubla y el dolor de la imagen perturba. Solo recuerdo girar la llave de la puerta de casa, notar que la puerta no estaba con llave, abrirla y, en medio del living, ver como mi alma se destrozaba en tantos pedazos como hojas hay en este bosque, este, mi sepulcro.
De lo que ocurrió después casi no recuerdo nada. Ya había yo muerto al verlas, mis ángeles, como la sangre que les había heredado bañaba sus rostros, como la hoja partida de un impío cuchillo aun hería su carne.
Luego, el hombre que quedó, esto que soy, vivo aunque muerto por dentro, luego me recuerdo caminando hasta aquí. La cabaña de mi padre, mi refugio, mi sepulcro, el centro de mi buque.
Los días pasan y acepto la condena de vivir con este dolor, es el precio de haber amado. Nunca sentí enojo, nunca pensé en buscar al dueño de esa mano asesina, al despiadado que me robó los sueños, la alegría, el amor.
Nunca lo hice porque si bien al llegar cerré con llave la puerta de mi refugio, mi sepulcro, sospecho, desde hace algunos días, que el despiadado asesino de sueños no está afuera. Será tal vez por eso que al poco tiempo de llegado rompí “accidentalmente” el espejo…
Sigo buscando en mi sepulcro la respuesta que me dejará quitarme la vida, sigo buscando saber ¿Por qué!?



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