martes

Acompañante


Caminé como de costumbre los 400 metros que separaban la capilla del campo santo en otro de mis habituales acompañamientos fúnebres. No era una tarea para nada desagradable. Aunque tal vez, ante las miradas prejuiciosas que te convierten en un indeseable en un abrir y cerrar de ojos, sí lo fuese.


Me convertí en funerario de casualidad; diría que por la escasez de oportunidades laborales y mi empeño en poner toda mi energía en escribir. No obstante me gustaba, era un trabajo tranquilo. Asimismo, tampoco era tan grave preparar cadáveres o acomodar ataúdes. Mucho menos hacer los largos viajes a La Plata a buscar los cuerpos de las morgues. El imaginario popular suele encasillar tales tareas como morbosas, nada más lejos de la realidad. Es justamente la vida lo que te motiva, es por los familiares que uno trabaja con esmero, para que su despedida sea lo menos traumática posible.


En las reuniones sociales uno trata de hablar poco cuando tiene un empleo de estas características, para resguardar a los impresionables y resguardarse de aquellas miradas cínicas. Pero si preguntan, es agradable ofrecer la oportunidad de compartir cómo puede amarse una labor tal.


Aquella mañana de Mayo era como cualquier otra, pero más soleada. Había poca gente en ese servicio, apenas había reparado en los rostros de los dolientes; tal vez porque cuando la gente era poca, quedaba tiempo para compartir un mate amargo con los buenos muchachos del cementerio. Recuerdo que esa mañana vi a Leo pasar del campo santo al edificio de administración, quería consultarle sobre un mecánico de confianza. Mi auto estaba andando mal hacía días y recordaba que, alguna vez, él había mencionado que su hermano, el panadero, también era técnico mecánico.


Aún recuerdo la primera persona que tuve que preparar para su despedida... fue al viejo Enrique. Un robusto señor mayor que jamás vi en vida pero que quedará en mi memoria por siempre. Fue un momento difícil, al menos los primeros instantes. Hasta ése momento mi relación con la muerte había sido harto distante, pero aquella noche, en el sombrío garaje donde se preparaban los ataúdes, tuve que enfrentarla desde lo laboral… Fue muy diferente a cómo lo imaginaba. El momento fue tan natural que no temo contarlo como cualquier otra experiencia vivida. El camillero que trabajaba conmigo esa noche intentó afeitarlo. Digo ‘intentó’ porque frente al resultado sólo pude tomar la brocha, la afeitadora y hacer mi mejor esfuerzo. Espero Don Enrique, no se me queje… -Sellar las vías aéreas fue lo que más impresión me produjo, dado que el algodón debía llegar hasta la tráquea debiendo pegar los labios desde su lado interno. Para que el algodón de la nariz no fuera visible, había que empujarlo con algún objeto punzante, pero sin herir el cuerpo- Imagino que cada casa funeraria tiene sus métodos, estos eran lo que a mí me habían enseñado. No obstante, deseaba aprender, así era que ya me había apuntado al curso de tanatopraxia que se dictaba en la Facultad de medicina de la Universidad de Buenos Aires.

Aquella mañana era demasiado soleada, deseaba haber renovado los lentes de contacto de modo de poder utilizar anteojos de sol. La cureña se desplazaba más parsimoniosa que nunca en manos de Arce. Mi mente me trasladó a Samsa, mi hermosa compañera. Cuánto deseaba verla. El día anterior nos habíamos despedido besándonos y prometiéndonos acomodar nuestros horarios para poder compartir más tiempo juntos, no obstante la sentía más cerca que nunca. Hubiera creído que caminaba a mi lado, la sentía vibrar, la estaba amando. Si hasta dudé ser merecedor de tan noble sentimiento.


Una suave mano tomó la mía. Extrañado y volviendo de mis pensamientos, miré velozmente a mi lado. Una hermosa niña la sujetaba con dulzura y me miraba con sus enormes ojos negros. De pronto lo comprendí, ese sería mi último servicio. La voz de la niña me susurró con amor:


-No temas, yo te acompaño. Enrique desea saludarte, siempre habla de vos.


Podría haberme inundado la angustia, al menos así tal vez lo imaginaba. Pero la suave mano espantó de mi todo temor. ¿Entonces así se siente…?


-Niña, sólo deseo una cosa. Dejame dictarle un último cuento a alguien…





Cuento incluido en la publicación "Cantares de la incordura" de la Ed. Dunken. Selección de Adriana Guerrero Medina.

Cantares de la incordura

viernes

Carta

Siempre viajo en el último vagón, sabes que lo hago porque estuviste ahí mucho tiempo, observándome. Mucho antes de que yo piense en vos. Caminar la casi interminable estación Terminal me da tiempo, un tiempo que no necesité nunca, hasta el día en que comencé a creer que existías. Esas columnas de hierro forjadas en tierras lejanas. Las mismas que clavaron por primera vez mi pensamiento en tu figura. Esos charcos de agua que se formaban en días de lluvia debido al herido cielorraso que intenta cubrir la estación. Nunca fueron imágenes tristes para mi, ahí existías, porque ahí te imaginé por primera vez.

Sabés que lo nuestro es secreto. Si, aún después de tantos años no se lo he dicho a nadie. Silenciosa examinadora de mi alma, nunca te importaron las marcas en mis muñecas, aunque las notaste. Coqueteamos una mañana ¿la recordás? Esa mañana en que te tuve cerca, tan cerca que de tan solo estirar un brazo hubiera rozado tu piel.

Todavía conservo una duda, si siempre tomabas el mismo tren que yo, ese que llegaba siempre tarde a su destino ¿por qué dejaste de hacerlo repentinamente?

Hasta el día en que te busqué por primera vez nada me hacía feliz, ese día la sola posibilidad de encontrarte expandió mi pecho como si un viento feroz hubiera soplado por mi boca y reanimado mi corazón. Encontrarte era el sentido. Cuando estas palabras, al leerlas, sean susurradas por tu boca, y tus manos sostengan mi humilde papel, sabé que nunca fui tan feliz como ese día en que casi me entrego a tus manos. Te veías tan pura, tan blanca. Hubieras hecho llorar a un ángel de haberte visto.

¿Recordás esa mañana de Marzo en que nos cruzamos? Fue justo en el andén, silencioso testigo, de nuestra estación. La última del recorrido del tren que nos unió.

Había llovido todo el día anterior, aún caían las últimas gotas esa mañana. Hacía frío, mucho más de lo habitual para esa época del año. Tiritaba tan solo de saber posible el encontrarte. Nunca antes te dije que ese día, durante el recorrido, no pensaba en vos. Pero ahí estabas, tan hermosa que si intentara describir como te veías cometería un pecado. Hermosa criatura obra de la diestra del Dios vivo.

¿Fue que tan solo reapareciste para que no te olvidara? Nada hace mas soportable la existencia que el significado, el propósito. Nunca te pregunté el tuyo, y tampoco lo mencionaste. Creo que no lo habría entendido, hoy lo sé.

¿Dónde estás? ¿Aún pensás en mi? A medida que el tren se acerca y aleja de las estaciones, sucesivamente, me lo pregunto, una y otra vez. Tal vez no desee, realmente, las respuestas. Tal vez vos no eras mi propósito, sino tan solo pensar en vos lo era. Saber que estás ahí.

¿Qué si te extraño? La vida es una tortura para mí, porque pienso en vos, porque te espero. Pero puede que sea esa tortura el sentido, puede que sea esa tortura lo que sostenga mi alma. La vida, en una u otra medida, es una tortura para todos los que tienen un propósito, eso lo sabés porque me lo enseñaste. Solo está absuelto de ello quien no alberga sentimiento, quien no persigue un significado. Sufro en paz cada día. Cuanto te debo a vos…
¿Qué si te extraño? No, ya no. Ya no intento buscarte, porque te sé parte de la vida, tal como sé que vendrás por mi cuando sea mi hora, como has de venir por todos los que aún viven, cuando sea su hora.

Nunca dijiste tu nombre.

Te amo, como se ama la última página de un libro que nos ha devuelto la vida.


Carta